“Era redondo e implacable. A
veces verdoso, otras amarillo, según el rayo de luz. Cuando al principio lo
traje a casa, me pareció divertido su curioso juego; pero pasados unos días, su
pupila rasgada comenzó a obsesionarme de una forma casi tenebrosa…
Había sido en un día ventoso de
otoño. La llovizna, aunque leve, comenzaba a empapar el asfalto. Me apresuraba
entre las ráfagas húmedas de la tarde, intentando llegar a casa antes de que
aquellas nubes apelmazadas descargaran su rabia contenida. En mi carrera a
través la jungla gris y despiadada de la ciudad encontré, por divina -o
maldita- casualidad, una pequeña bola de pelo negro. Estaba acurrucado entre
unos cartones medio deshechos un desnutrido y tembloroso felino. A pesar de que
las afiladas gotas de lluvia impactaban cada vez con más fuerza sobre mi rostro
congelado, permanecí absorto contemplando aquella criatura. Noté cómo se quebró
algo dentro de mí, algo que algunos llaman alma,
y sentí la imperante necesidad de hacer algo. No fui capaz de reanudar mi
camino y abandonar a ese pobre animalito indefenso, que había desenroscado su
frágil cuerpecito para mirarme por primera vez. Al hacerlo, observé que le
faltaba el ojo izquierdo, en su lugar, mostraba la cuenca vacía y oscura. Dicho
detalle me empujó aún más a creerme en la obligación de salvarle la vida a ese pequeño gato negro y destartalado. Su único
ojo me miraba, parecía haberse clavado en mí con adoración desmesurada y
comprendí, entonces, que aquel vínculo no debía ya romperse. Lo que no supe
adivinar en ese momento, fueron las terribles desgracias que acontecerían y que
truncarían mi suerte de un modo casi diabólico.
Noir comenzó a formar parte de mi vida cotidiana de manera absurdamente
natural. Hablaba de él como si hubiera estado ahí siempre y pensé que ya no
podría entender mi existencia si al llegar a casa no lo encontraba clavando su
único ojo en mí. Era divertido andar de un lado a otro y ver cómo su pupila
fina e inmutable me seguía sin descanso. Así expresaba él -pensaba yo- su amor
incondicional a su salvador.
Fijo. Siempre sobre mí su ojo
verdoso o amarillo, según el rayo de luz.
Poco a poco, Noir fue adquiriendo un pelaje más espeso y brillante. También
aumentó el tamaño de su cuerpo, hasta
que se convirtió en un gato adulto de patas robustas y cola alargada. Sin
embargo, había algo que no cambiaba… y era ese ojo redondo y enorme. Al
principio le devolvía sus miradas infinitas, pero al cabo de un tiempo comenzó
a incomodarme. Me perseguía a cada paso, a cada segundo, sin parpadear ni
desviar nunca la mirada.
No recuerdo si mencioné que por
aquel entonces me dedicaba a la escritura. Colaboraba mensualmente en una
revista de relatos con importante tirada no solo en el país, sino al otro lado
del Atlántico. Además, trabajaba sin descanso en una colección de cuentos para
una editorial bastante reconocida en aquella época. En muchas ocasiones,
permanecía pegado al escritorio hasta altas horas de la madrugada, preso por la
inspiración. En esos días de poesía e insomnio, Noir, sobre sus patas traseras, me observaba desde la colcha ocre
que cubría mi cama. Me observaba. Su ojo
me observaba. Esta práctica comenzó, sobre todo, a afectarme cuando,
concentrado en mis cuentos, no podía evitar sentir un aliento frío sobre mi
nuca. Al girarme en un tembloroso arrebato, ese siniestro ojo me seguía
observando. Me despertaba en medio de la noche, sediento, bañado en sudor frío,
que se congelaba al ver de nuevo esa esfera acuosa y reluciente posada en mí.
Las lunas que pasé sin sueño ni
sosiego comenzaron a pasarme factura. Mi obsesión por el ojo de Noir me privaba de la calma necesaria
para escribir, me desconcentraba y mantenía mis dedos rígidos y mi mente
atormentada. Se apoderó de mí el pensamiento oscuro y perverso de deshacerme de
él. No de Noir, sino de ese diabólico ojo que me perseguía y me martirizaba
sin pausa. Escuchaba palpitar mi corazón aquí, en mi cabeza, y el sudor
resbalaba por mis sienes, se deslizaba mejilla abajo y goteaba sobre el papel
aún en blanco. ¡En blanco!
Ese ojo, verde o amarillo según
el rayo de luz…
Cuando me encontró el agente de policía,
dicen, yo limpiaba complacido la hoja afilada de una navaja de bolsillo. Un
gato negro y destartalado se deslizó entre las sombras de mi casa, que hacía
tiempo se había convertido en un estercolero. Pero el ojo ya no estaba. Había
acabado con él por fin y así mi tormento y mi maldición. Gritaba, reía a
carcajadas. Era libre, libre al fin de su mirada, de esa pupila alargada y
fría.
Felices aquellos que piensen que
las maldiciones pueden romperse. Un felino de patas robustas y cola alargada
merodea entre las paredes sobrias de este centro, blanco y con olor a talco. Un
gato negro con un solo ojo. Solo uno.
Que me mira, me mira fijamente y me mirará hasta que consuma mis días entre
delirios, enfermeras y lunáticos.”
Tributo a “The Black
Cat”, por Edgar A. Poe.
Por Virginia Fenz
Érase... un momento